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A través del karate y la paternidad, este integrante del Equipo Bogotá ha encontrado un propósito común: formar personas íntegras. Desde el tatami hasta su hogar, Pablo representa el espíritu de entrega, vocación y amor con el que el IDRD impulsa a sus formadores deportivos.
Bogotá D. C., 13 de junio de 2025.- A las 6:30 de la mañana, de lunes a viernes, el salón “Caracol” del tercer piso del Coliseo El Salitre enciende sus luces para recibir a los jóvenes talentos del equipo bogotano de karate. Son alrededor de seis deportistas quienes, fieles a la filosofía japonesa que dio origen a esta disciplina, llegan con disciplina a entrenar cuerpo, mente y alma, con el propósito de crecer no solo en lo deportivo, sino también como seres humanos.
Ese es, precisamente, el mayor sueño de Pablo Ríos, sensei de la etapa de rendimiento del Equipo Bogotá: ver crecer a sus alumnos en todas las dimensiones de la vida. Conocer su proceso deportivo y, sobre todo, su dimensión humana —sus sueños, alegrías, dolores y heridas— lo ha llevado a soñar con formar personas íntegras que trasciendan el deporte.
En la cultura japonesa, el término sensei no se limita al maestro deportivo: se reserva para quien pone su experiencia y sabiduría al servicio de los demás. Por eso sus alumnos lo llaman así: porque encarna las virtudes de ese título que tanto respeto inspira en tierras niponas.
“Ser entrenador ha sido uno de los grandes objetivos de mi vida. Desde pequeño admiraba a mis entrenadores por el ejemplo que representaban. Algunos me dejaron enseñanzas desde el karate y otros desde la vida, y desde entonces quise ser como ellos”, declara Pablo.
Su camino comenzó en un club de Bogotá, cuando aún era un niño. Dos años después, obtuvo su primera medalla de plata, que se convirtió en la puerta de entrada a una carrera repleta de logros: fue medallista en varias ocasiones con el Equipo Bogotá y representó a Colombia en todas las categorías de la Selección Nacional, incluyendo competencias del ciclo olímpico.
Sin embargo, en 2012, debido a lesiones en la cadera y el tobillo, y tras una valoración con el equipo multidisciplinario del IDRD, Pablo decidió retirarse como atleta activo tras su participación en los Juegos Nacionales de ese año. Pero lejos de alejarse del deporte, encontró una nueva vocación en las escuelas de formación y perfeccionamiento del IDRD, creadas para apoyar a los exdeportistas en su transición hacia el ámbito profesional.
Desde entonces, su pasión por la enseñanza renació. Su proceso fue tan sólido que, tras varias etapas, en 2019 fue promovido a la fase de rendimiento deportivo. “Es difícil, se sufre mucho siendo entrenador, especialmente si uno fue competidor. A veces quisiera volver al tatami, pero ahora mi esfuerzo está enfocado en que estos deportistas crezcan, sean ejemplo para la juventud bogotana y ganen medallas para el Equipo Bogotá”, afirma.
Más allá de los triunfos deportivos, Pablo ha dejado una huella emocional en sus alumnos. La conexión entre sensei y uchi-deshi —discípulo interno, según la cultura japonesa— ha sido tan profunda, que los ve como a sus propios hijos. La forma en que los guía se asemeja a la manera en que educa a su hijo biológico, Pablo Emilio.
“Conozco a estos chicos desde que iniciaron en el karate y, en muchos aspectos, los comparo con mi hijo. Ser padre es la profesión más hermosa del mundo, y lo reflejo en ellos. Los he visto crecer desde niños hasta casi adultos. Ha sido muy lindo ver cómo ambos —ellos y yo— nos hemos formado juntos”, comenta.
Para Pablo, la vocación lo mueve todo. Su amor por el karate y por su rol como padre se funden en un solo propósito: formar desde el amor. Aunque pasa casi todo el día en el Coliseo El Salitre entrenando a los jóvenes talentos de Bogotá, jamás se olvida de su hijo. De hecho, reconoce que ser padre lo ha hecho mejor entrenador, porque lo ha sensibilizado aún más hacia las emociones y el crecimiento de sus alumnos.
“Ser papá es maravilloso. El amor que uno siente hacia los hijos es el más puro. Pablo Emilio me ha dado grandes satisfacciones y me ha hecho sentir grande. Claro, también hay dificultades, pero la sonrisa, los abrazos, las palabras… eso no tiene comparación. Es parecido a la emoción de cuando un deportista gana una medalla de oro”, expresa con orgullo.
Y agrega: “Ser padre y haber sido deportista me da una doble perspectiva. A veces, cuando los chicos buscan excusas, recuerdo que yo también las ponía. Esa experiencia me permite guiarlos mejor. Con Pablo Emilio aprendo cosas distintas que no me enseñan los deportistas, pero también hay aprendizajes que se cruzan: la disciplina, los hábitos saludables, el orden… Y hay algo que les insisto a ambos: sean felices. Si Pablo Emilio quiere seguir en el karate o no, lo importante es que sea feliz. Lo mismo les digo a mis alumnos. Por eso intento que los entrenamientos sean dinámicos, con música que les guste, para que disfruten del proceso y eso se traduzca en resultados”.
Aunque sueña con que sus pupilos sean campeones nacionales, panamericanos o mundiales, su mayor anhelo es formar personas integrales, que conserven las enseñanzas que él les brindó en su paso por el deporte.
Su mayor orgullo, tanto como padre como entrenador, es ver a sus hijos —los biológicos y los deportivos— sonreír. Porque para este bogotano incansable, lo más importante no es el oro colgado en el pecho, sino el que brilla en el corazón.
“Las medallas son el resultado de muchas cosas, pero lo más gratificante es compartir con ellos día a día, acompañarlos en lo personal. Eso es lo más hermoso de ser entrenador. Y de ser papá, lo más lindo es… todo. Las sonrisas, los llantos, incluso las enfermedades y los momentos duros. Todo eso lo hace a uno crecer. Pero no hay nada como llegar a casa y recibir un abrazo de un hijo. Eso no tiene precio”.
OFICINA ASESORA DE COMUNICACIONES IDRD – BOLETÍN 490
SANTIAGO CLAVIJO MERINO
PERIODISTA
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